Por Julián Marías
No se piensa demasiado; ha habido algunas épocas en que se ha ejercitado el pensamiento con extraordinaria plenitud; por supuesto en la prodigiosa Grecia, entre los presocráticos y Aristóteles, después no tanto; nuevamente en el extraordinario siglo XVII; creo que, a pesar del aparente abandono, en este siglo que está terminando. Pero me inquieta un hecho que se ha repetido a lo largo de casi toda la historia: se ha atendido a los contenidos del pensamiento, es decir, a lo que se ha ido pensando; no tanto a la manera como se ha pensado, es decir, a lo que se ha entendido por "pensar".
Me propongo plantear, en un curso que estoy preparando, esta cuestión: "Los estilos de la filosofía". Una serie de filósofos, que no son forzosamente los más "importantes" por la magnitud de sus doctrinas, sino porque en ellos se ha iniciado una nueva manera de pensar, una concepción original de la filosofía. El atender a esto da una nueva perspectiva sobre la transformación del "argumento" de esa extraña y fabulosa empresa que es la filosofía.
He llegado a interesarme por ella al reflexionar sobre mi propia experiencia. He asistido, en cabeza ajena -nunca mejor dicho-, a diversas formas actuales de filosofar, en persona, entre mis maestros y amigos, en lecturas actuales y muy próximas: esto me ha hecho caer en la cuenta de mi personal manera de proceder. Hay diferencias considerables en la forma en que uno se enfrenta con la tarea de escribir un artículo cuyo núcleo es el pensamiento, la preparación de un curso de contenido intelectual o la empresa de escribir un libro filosófico. ¿Por qué no intentar aclarar la cuestión aunque se trata de una "muestra sin valor" y de escaso alcance?
Cuando me dispongo a escribir un artículo, parto de una inquietud, de una pregunta, de una duda de algo que me parece problemático. Es decir, sobre qué voy a escribir, movido por la necesidad de entender algo, de ponerme en claro sobre alguna parcela del inmenso horizonte cuestionable. El paso siguiente es pensar sobre cómo se me presenta esa cuestión, y por tanto sobre lo que puedo decir. Lo último es lo más fácil: escribir el artículo, por lo general de un tirón y en una hora aproximadamente, porque se trata de expresar lo
que se ha pensado, en un solo movimiento mental, que deberá corresponder a la lectura continuada de lo escrito.
Otra cosa es el planteamiento de un curso. Lo decisivo es la imaginación de una perspectiva en que aparece la articulación de un problema. Lo que hay que descubrir es un "argumento", esto es, una estructura dramática en que se presenta una cuestión. Es menester "mirar" desde un punto de vista inicial, y ver qué pasos se imponen para seguir pensando. El ponerse en claro sobre una cuestión planteada lleva inexorablemente a otras concatenadas con ella, en una conexión que no es meramente "lógica" -a menos que se trate de una lógica de la razón vital-, sino biográfica, exigida por la necesidad de saber a qué atenerse. Esta es la forma real en que puedo plantear un curso de contenido teórico.
Esto requiere imaginar un auditorio. Un curso es la colaboración de quien lo da con los que lo reciben, es decir, los oyentes. Esto exige la formulación verbal, oral, del curso; se trata de hablar a los que escuchan. No se puede leer, porque esto introduce una forma de abstracción y despersonalización; aquello se podría leer en casa, y resulta aburrido. Además, la estructura de la frase escrita es apta para la lectura, no para la audición, y no se entiende bien al oído. Cuando se habla, el oyente se siente afectado, interpelado personalmente, y comprende lo que se le "dice", siente que se justifica el haberse desplazado
para asistir al nacimiento de algo que brota ante él.
Un libro filosófico es una tercera cosa, también diferente. Es una estructura dramática, argumental, más compleja y que requiere una "presentación" global previa a su realización. Quiero decir que el libro tiene que ser "anticipado" en su conjunto antes de ser iniciado. Recuerdo muy bien la génesis de mi primer libro sistemático, "Introducción a la Filosofía". Una tarde del otoño de 1945, recién terminada la Guerra Mundial, me quedé en casa ante una cuartilla doblada por mitad. Compuse un "índice" de los capítulos que requería el título, con un detalle de su contenido; en un par de horas llené aquella página: tenía el "argumento" del libro.
Me puse a escribirlo, a lo largo de catorce meses, con un orden riguroso: una vez, por falta de libros, intenté alterar el orden de los capítulos, y dejar para después el que correspondía; no pude hacerlo, tuve que esperar y seguir el orden establecido de antemano. Al cabo del tiempo, el libro estaba concluso, con su índice real. Encontré que coincidía casi exactamente, en un ochenta por ciento, con el que esbocé en aquella tarde otoñal, antes de escribir ni una línea.
¿Qué orden era aquel, que se me había impuesto con tal fuerza? Me di cuenta de que era un orden novelesco. Introducción a la filosofía era la empresa propuesta a alguien, al lector, una empresa dramática, un intento imaginativo de ponerse en el punto de vista del que filosofa. Me di cuenta de que un libro filosófico ha de leerse en su integridad, hasta su desenlace, como una novela -por eso no debe ser excesivamente extenso-, aunque sea aconsejable "volver a empezar", una segunda lectura reposada y reflexiva, en que se asegura la plena posesión de la doctrina. Se trata de "repensarla", hacerla propia, con las correcciones, que pueden ser esenciales, reclamadas por el lector. Un libro filosófico ha de leerse filosóficamente, de manera que se incorpore a la mente del lector en su propia perspectiva.
Hay que insistir en que el libro, poseído argumentalmente antes de su realización, no está "escrito" en ese momento. Va surgiendo paso a paso, va brotando al poner en marcha su argumento, diríamos que siguiendo la atracción de su meta. Se me viene a la memoria la fórmula de Goethe, tan afortunada de las muchas suyas, acaso no realizadas en su propia obra: Geprägte Form, die lebend sich entwickelt, forma acuñada que se desarrolla viviendo. En esa aparente paradoja se expresa el carácter sistemático y abierto, a la vez, que pertenece a la filosofía.
No se piensa demasiado; ha habido algunas épocas en que se ha ejercitado el pensamiento con extraordinaria plenitud; por supuesto en la prodigiosa Grecia, entre los presocráticos y Aristóteles, después no tanto; nuevamente en el extraordinario siglo XVII; creo que, a pesar del aparente abandono, en este siglo que está terminando. Pero me inquieta un hecho que se ha repetido a lo largo de casi toda la historia: se ha atendido a los contenidos del pensamiento, es decir, a lo que se ha ido pensando; no tanto a la manera como se ha pensado, es decir, a lo que se ha entendido por "pensar".
Me propongo plantear, en un curso que estoy preparando, esta cuestión: "Los estilos de la filosofía". Una serie de filósofos, que no son forzosamente los más "importantes" por la magnitud de sus doctrinas, sino porque en ellos se ha iniciado una nueva manera de pensar, una concepción original de la filosofía. El atender a esto da una nueva perspectiva sobre la transformación del "argumento" de esa extraña y fabulosa empresa que es la filosofía.
He llegado a interesarme por ella al reflexionar sobre mi propia experiencia. He asistido, en cabeza ajena -nunca mejor dicho-, a diversas formas actuales de filosofar, en persona, entre mis maestros y amigos, en lecturas actuales y muy próximas: esto me ha hecho caer en la cuenta de mi personal manera de proceder. Hay diferencias considerables en la forma en que uno se enfrenta con la tarea de escribir un artículo cuyo núcleo es el pensamiento, la preparación de un curso de contenido intelectual o la empresa de escribir un libro filosófico. ¿Por qué no intentar aclarar la cuestión aunque se trata de una "muestra sin valor" y de escaso alcance?
Cuando me dispongo a escribir un artículo, parto de una inquietud, de una pregunta, de una duda de algo que me parece problemático. Es decir, sobre qué voy a escribir, movido por la necesidad de entender algo, de ponerme en claro sobre alguna parcela del inmenso horizonte cuestionable. El paso siguiente es pensar sobre cómo se me presenta esa cuestión, y por tanto sobre lo que puedo decir. Lo último es lo más fácil: escribir el artículo, por lo general de un tirón y en una hora aproximadamente, porque se trata de expresar lo
que se ha pensado, en un solo movimiento mental, que deberá corresponder a la lectura continuada de lo escrito.
Otra cosa es el planteamiento de un curso. Lo decisivo es la imaginación de una perspectiva en que aparece la articulación de un problema. Lo que hay que descubrir es un "argumento", esto es, una estructura dramática en que se presenta una cuestión. Es menester "mirar" desde un punto de vista inicial, y ver qué pasos se imponen para seguir pensando. El ponerse en claro sobre una cuestión planteada lleva inexorablemente a otras concatenadas con ella, en una conexión que no es meramente "lógica" -a menos que se trate de una lógica de la razón vital-, sino biográfica, exigida por la necesidad de saber a qué atenerse. Esta es la forma real en que puedo plantear un curso de contenido teórico.
Esto requiere imaginar un auditorio. Un curso es la colaboración de quien lo da con los que lo reciben, es decir, los oyentes. Esto exige la formulación verbal, oral, del curso; se trata de hablar a los que escuchan. No se puede leer, porque esto introduce una forma de abstracción y despersonalización; aquello se podría leer en casa, y resulta aburrido. Además, la estructura de la frase escrita es apta para la lectura, no para la audición, y no se entiende bien al oído. Cuando se habla, el oyente se siente afectado, interpelado personalmente, y comprende lo que se le "dice", siente que se justifica el haberse desplazado
para asistir al nacimiento de algo que brota ante él.
Un libro filosófico es una tercera cosa, también diferente. Es una estructura dramática, argumental, más compleja y que requiere una "presentación" global previa a su realización. Quiero decir que el libro tiene que ser "anticipado" en su conjunto antes de ser iniciado. Recuerdo muy bien la génesis de mi primer libro sistemático, "Introducción a la Filosofía". Una tarde del otoño de 1945, recién terminada la Guerra Mundial, me quedé en casa ante una cuartilla doblada por mitad. Compuse un "índice" de los capítulos que requería el título, con un detalle de su contenido; en un par de horas llené aquella página: tenía el "argumento" del libro.
Me puse a escribirlo, a lo largo de catorce meses, con un orden riguroso: una vez, por falta de libros, intenté alterar el orden de los capítulos, y dejar para después el que correspondía; no pude hacerlo, tuve que esperar y seguir el orden establecido de antemano. Al cabo del tiempo, el libro estaba concluso, con su índice real. Encontré que coincidía casi exactamente, en un ochenta por ciento, con el que esbocé en aquella tarde otoñal, antes de escribir ni una línea.
¿Qué orden era aquel, que se me había impuesto con tal fuerza? Me di cuenta de que era un orden novelesco. Introducción a la filosofía era la empresa propuesta a alguien, al lector, una empresa dramática, un intento imaginativo de ponerse en el punto de vista del que filosofa. Me di cuenta de que un libro filosófico ha de leerse en su integridad, hasta su desenlace, como una novela -por eso no debe ser excesivamente extenso-, aunque sea aconsejable "volver a empezar", una segunda lectura reposada y reflexiva, en que se asegura la plena posesión de la doctrina. Se trata de "repensarla", hacerla propia, con las correcciones, que pueden ser esenciales, reclamadas por el lector. Un libro filosófico ha de leerse filosóficamente, de manera que se incorpore a la mente del lector en su propia perspectiva.
Hay que insistir en que el libro, poseído argumentalmente antes de su realización, no está "escrito" en ese momento. Va surgiendo paso a paso, va brotando al poner en marcha su argumento, diríamos que siguiendo la atracción de su meta. Se me viene a la memoria la fórmula de Goethe, tan afortunada de las muchas suyas, acaso no realizadas en su propia obra: Geprägte Form, die lebend sich entwickelt, forma acuñada que se desarrolla viviendo. En esa aparente paradoja se expresa el carácter sistemático y abierto, a la vez, que pertenece a la filosofía.
Es este un ejemplo mínimo y sin apenas valor de un modo de pensar filosófico. Lo he formulado porque tiene la facilidad de ser inmediatamente accesible y analizable. Tómese como un mero ejemplo sin más consecuencias. Lo interesante es examinar lo que han sido, a lo largo de dos milenios y medio, los estilos de la filosofía, las etapas, en continuidad siempre innovadora, de la empresa más propia de Occidente
Nombre:
Ricardo Diaz
Asignatura:
Electronica del Estado Solido
Fuentes:
http://arvo.net/introduccion-a-la-filosofia/modos-de-pensar/gmx-niv584-con12202.htm
Blog:
http://lithiumees.blogspot.com
Ricardo Diaz
Asignatura:
Electronica del Estado Solido
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http://arvo.net/introduccion-a-la-filosofia/modos-de-pensar/gmx-niv584-con12202.htm
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Parcial:
Primer Parcial 2010-3
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